Descripción de la obra
Proveniente de una acomodada familia judía dedicada al comercio y manufactura de guantes, Franz Werfel fue reconocido desde muy temprano por sus contemporáneos como uno de los poetas expresionistas más representativos en lengua alemana. Gracias a Max Brod, cuando no contaba aún con la mayoría de edad, entró a trabajar para el emblemático editor Kurt Wolff; alli idearía el joven escritor la colección Der Jüngste Tag (El día del juicio), en la cual se publicarían los textos más representativos del expresionismo alemán, así como los pocos libros que editara en vida su conciudadano y amigo Franz Kafka.
La obra de Werfel es uno de los ejemplos que mejor ilustran los cambios que marcan la brusca entrada del siglo XX en la sofisticada Europa Central de su tiempo y que propician la disolución de la identidad cultural que amparaba a escritores de nacionalidad checa como Rainer Maria Rilke, Franz Kafka y Max Brod entre otros. A estos autores la lengua alemana les brindó un lugar en el idiomaeció en Hartford, Connecticut, sufrió acoso escolar por su doble marginalidad como inmigrante y como homosexual y descubrió siendo un adolescente el amor y la sexualidad con Trevor...
Un libro bellísimo y veraz, inspirado en las vivencias íntimas del autor, que combina momentos de extrema crudeza con otros de una belleza sutil y elusiva.
Ocean Vuong nos deslumbra con esta primera novela en la que la literatura se convierte en una precisa y potente herramienta de evocación, descubrimiento y ex extranjero . En el contexto del primero de esos acontecimientos se inscribe el título de El crepúsculo de un mundo (Aus der Dämmerung einer Welt ) que el escritor checo diera en 1937 -casi dos años antes de la anexión de Austria por parte de Alemania, que anuncia la segunda conflagración bélica- a la antología que reunía sus mejores novelas y cuentos publicadas hasta el momento. En esta compilación, publicada en Italia, y cuyos dos últimos relatos presentamos hoy al público español, el autor revive el ideal de una Europa cívica, multinacional y refinada donde una misma humanidad, sin distingos de sangre, confesión religiosa o de cuna, construía una civilización babélica y permisiva -a pesar del sentimiento antisemita que se hacía sentir ya desde finales del siglo XIX y del predominio de la lengua alemana, que de todos modos servía de expresión a una cultura dominante. El libro, concebido como una especie de sinfonía, y en el que cada uno de los siete relatos estaba presentado por el autor, incluía un texto preliminar titulado Ensayo sobre el significado de la Austria Imperial , el cual puede leerse como un Preludio al volumen, y también como la loa de un grandioso mundo desaparecido.
No le quitaba grandeza a ese macromosmos el que, en el último de los relatos de la antología, La casa del luto, Werfel decidiese contraponerle el espejo de un micromundo, el de un afamado prostíbulo de Viena, donde, venidos de trece pueblos y veinticuatro países , las prostitutas y los clientes confraternizan al son de los valses y las arias. Nos encontramos aquí en los últimos momentos del Imperio o, más bien, en la víspera exacta del final, cuando nada hace presagiar la tragedia, y aún es posible comprobar que, durante esos momentos de celebración, encendida por el intercambio y la intimación, aquella sociedad logra una cierta comunión mágica, por encima de todo lo que pudiera anunciar la horrible modernidad de las particiones étnicas, las fronteras y los nacionalismos. En este punto, vale la pena escuchar al propio autor, en el Prólogo que en la antología escribiera para este relato*: No era sólo una casa de la alegría, sino también una casa para la actividad espiritual. Su genius loci tan peculiar se elevaba bien alto por encima de sus semejantes y de su finalidad esencial, tan esquiva de la luz del día. Más que una casa era un punto de encuentro. ¿Por qué no podía también el Imperio, que de hecho era un último eco del imperio romano, tener un punto de encuentro que pudiera llamarse lupanar?... Al fin y al cabo, tampoco el gran Sócrates tuvo precisamente sus peores pensamientos en el círculo de prostitutas, flautistas y serviciales muchachos. Por ello, bien se ve que a esta antigua casa también acudían eruditos, escritores y filósofos, por no mencionar a aristócratas, oficiales de caballería, funcionarios, actores, abogados que eran aquí parroquianos habituales. Rompe bruscamente la armonía -o la armónica desarmonía- ambiental, la aparición de un soldado checo, un joven aldeano rubio, que trae a la casa una nefasta noticia que planeará irremisiblemente sobre el resto de la historia...
En La muerte del pequeño burgués, acaso el más célebre de sus relatos, y una pieza maestra en su género, Werfel desplaza el centro de gravedad de la narración hacia un ideal de dignidad, el de un antiguo portero que, fiel al espíritu de la Monarquía, se esfuerza en mantener vivo su legado, con la prestancia y orgullo de un Emperador; como señala el propio Werfel en el Prólogo de este relato, el penúltimo de la mencionada compilación: También este portero posee un imperio. Y está decidido a defender este imperio hasta su último aliento. Lo defenderá con la sobrehumana proeza de su último suspiro.
Sin embargo, una diferencia fundamental separa este relato del anterior, que transcurre en un momento en que el Imperio aún no ha desaparecido. En efecto, nos hallamos aquí ante el superviviente de una cultura fenecida que se empeña en vivir de acuerdo a los viejos valores; y es precisamente el apego del personaje a ese tiempo perdido y clausurado para siempre el que eriza el relato entero de un misticismo casi patológico, de una obstinación noble pero al mismo tiempo digna de figurar en los anales médicos, observación que estaría de más si no fuera porque en la misma cultura austro-húngara en la que floreció Werfel florecieron autores como Schnitzler y Freud, en cuya órbita se coloca en cierta forma este relato.
Finalmente, más que una conjura contra la propia muerte, considerada como una realidad antropológica, el relato escenifica la tragedia que la desaparición de la cultura austrohúngara supuso tanto para las mentes superiores -los Sócrates rodeados de flautistas y serviciales muchachos-, como para sus más humildes supervivientes. La grandeza del relato estriba precisamente en ello; como si le plantase cara a la vulgaridad de la nueva era, representada por la anónima muerte sin heroísmo que refleja una vulgar póliza de seguros, el conserje logra erigirse en vencedor, y su victoria no es tanto la de un simple portero como la de un hombre chapado a la antigua, que ha empeñado su palabra. Bien lo señala el propio autor, erigido en sagaz glosador de su propia obra: El portero ha defendido su imperio en una lucha memorable, de modo más heroico y devoto que el Emperador el suyo .